Señor Director:
En los días posteriores a una elección presidencial limpia, transparente y ampliamente reconocida, resulta inevitable detenerse no solo en los resultados, sino también en las reacciones que estos generan, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. En ese contexto, las declaraciones de algunos mandatarios extranjeros respecto del reciente triunfo electoral de José Antonio Kast en Chile ameritan una reflexión serena, pero firme.
El contraste no podría ser más elocuente. Mientras el Presidente electo de Chile pronunció un discurso de unidad, serio, responsable, ecuánime y conciliador —con un lenguaje impecable y un llamado explícito a integrar a quienes no votaron por él—, desde el extranjero se respondió con descalificaciones personales, comparaciones extremas y expresiones impropias de Jefes de Estado. No se trata aquí de una diferencia ideológica legítima, sino de reacciones que desconocen principios básicos de respeto entre naciones soberanas.
Las trayectorias importan, y se reflejan con claridad en la forma de concebir la democracia. José Antonio Kast ha desarrollado toda su vida pública dentro del marco institucional, participando de la política republicana como parlamentario y líder político, aceptando derrotas y triunfos bajo las reglas del sistema democrático. En contraste, tanto el Presidente de Colombia como el de Venezuela provienen de culturas políticas marcadas por la confrontación, el autoritarismo y la deslegitimación sistemática del adversario. No resulta extraño, entonces, que frente a un mismo hecho —una elección democrática— uno responda con un llamado a la unidad nacional y otros con amenazas, insultos y caricaturas ideológicas.
Más aún, estas descalificaciones se produjeron después de que la propia candidata derrotada, Jeannette Jara, reconociera el resultado tanto mediante una llamada telefónica al Presidente electo como posteriormente de manera pública en la sede del Partido Republicano. Ese gesto honra la tradición democrática chilena y demuestra que, al interior del país, el proceso fue asumido con madurez cívica por sus protagonistas. Resulta paradójico, por decir lo menos, que la legitimidad de nuestra democracia sea cuestionada desde el exterior cuando fue plenamente reconocida por quienes compitieron en ella.
A lo anterior se suman las recientes declaraciones del líder del régimen venezolano, Nicolás Maduro, quien no solo calificó el triunfo electoral en Chile como una amenaza “nazifascista”, sino que además emitió advertencias directas al Presidente electo respecto de las políticas migratorias, utilizando un tono amenazante y paternalista impropio de las relaciones internacionales. Sus palabras, acompañadas de anuncios propagandísticos sobre eventuales retornos masivos de migrantes venezolanos, constituyen una intromisión inaceptable en los asuntos internos de un Estado soberano y una nueva muestra del desprecio de ese régimen por las reglas básicas de la convivencia democrática. Del mismo modo, las declaraciones de altos personeros del chavismo, como Diosdado Cabello, intentando explicar el resultado electoral chileno como consecuencia de la “tibieza” del actual gobierno, confirman una lectura ideologizada y utilitaria de nuestra democracia, ajena a la voluntad soberana de los ciudadanos chilenos.
Existe, además, una diferencia que conviene subrayar con claridad. Chile acaba de vivir un proceso electoral limpio, transparente y plenamente verificable, de tal forma que antes de las siete de la tarde del día de la votación ya era posible conocer con certeza quién había ganado la elección presidencial. Los resultados fueron reconocidos por los propios contendores y validados por la institucionalidad electoral, sin sombras ni cuestionamientos relevantes. Ese estándar contrasta radicalmente con lo ocurrido en Venezuela, donde hasta hoy no se han exhibido las actas electorales exigidas por la comunidad internacional, donde los resultados han sido sistemáticamente cuestionados y donde incluso organismos multilaterales como las Naciones Unidas continúan esperando información básica que nunca ha sido entregada. La comparación no es ideológica: es institucional. Y explica, en buena medida, la autoridad moral con la que Chile puede defender su democracia frente a quienes carecen de ella.
Corresponde destacar que, frente a las inaceptables declaraciones del Presidente de Colombia, el Estado de Chile ya ha presentado una nota de protesta diplomática, actuando conforme a la tradición republicana y al derecho internacional. Ese camino institucional es el correcto y debiera ser el estándar frente a cualquier intento de descalificación, amenaza o intervención externa, provenga de quien provenga.
Este episodio deja en evidencia algo más profundo: mientras Chile procesa sus diferencias políticas mediante elecciones libres, reconocimiento de resultados y llamados a la unidad nacional, ciertos regímenes autoritarios de la región reaccionan con un lenguaje violento, amenazante y ajeno a toda lógica democrática. Esa diferencia no es menor. Marca la distancia entre una república que se respeta a sí misma y gobiernos que, incapaces de ofrecer democracia y prosperidad a sus propios pueblos, buscan proyectar hacia afuera su crisis interna.
La democracia chilena no acepta descalificaciones ni amenazas. Exige respeto. Y corresponde al Estado de Chile, con independencia del signo político de su gobierno, hacerlo valer con claridad, firmeza y dignidad.
Ese es el estándar mínimo que una república seria debe exigirse a sí misma.
Atentamente,
Christian Slater E.
Coronel (R) del Ejército de Chile










