Como en ningún otro momento del año, vemos calaveras y calabazas que llenan centros comerciales y propagandas. Aunque no es parte de nuestra cultura, parece que nos vamos acostumbrando a verlo y quizás a más de uno se le planteen estas mismas reflexiones para entender el fondo, sobre todo a la luz de la fiesta del 1 de noviembre.
Por influjo de los países anglosajones en estas latitudes se ha ido generalizando la celebración de Halloween, que llena nuestras calles de niños con calabazas y disfrazados de muertos o brujas, mientras piden caramelos. Sin embargo, tal desfile de “muertos vivientes” no es su verdadero sentido.
El término Halloween significa “All hallow’s eve”, que proviene del inglés antiguo, y que significa “víspera de todos los santos”, pues se refiere a la noche del 31 de octubre, víspera de la Fiesta de Todos los Santos. Era la previa, por lo tanto, de una celebración de la verdadera vida que a los creyentes les permite recordar a cuantos vivieron y murieron en la fe y que hoy se encuentran ya con Dios, aunque no hayan sido canonizados por la Iglesia católica.
Por lo que esto me lleva a extraer dos conclusiones. La primera es que, en realidad, lo que hoy se ve como un homenaje al terror, debería ser la previa del recuerdo agradecido de todos aquellos –incluyendo a nuestros seres más queridos– que están en el cielo compartiendo la bienaventuranza eterna. La segunda es que en verdad es una invitación a no olvidar la meta definitiva de nuestro paso por esta vida, por la que peregrinamos hacia la patria eterna, donde esperemos algún día celebrar también en el paraíso.
En realidad, es la vida lo que merece ser celebrado en la víspera del 31 de octubre y el día 1 de noviembre; la muerte es solo un paso, y un paso, ciertamente, amargo, pero nunca el definitivo. Invitación sugerente a mirar ese polvo de estrellas que somos, pero con un destino eterno.
María Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad
Universidad Santo Tomás